En el instante preciso en el cual la última manecilla del último reloj sucumbió al paso del tiempo y se detuvo, el Sol ancestral miró con tristeza inmensa al planeta que había visto nacer y crecer, y lo rozó una última vez con su luz.
Y entonces, la Tierra suspiró. Y con aquel suspiro, revolotearon las cenizas que cubrían el suelo árido, ácido. Las chimeneas ensalzadas empezaron a sorber con ahínco los densos nubarrones de color negro tóxico que tenían aletargado al azul del cielo hasta que, una noche, alguien divisó la primera estrella. Hojas marchitas se tiñeron de verde musgo, verde helecho, verde geranio, verde pasto y cuanto verde se les ocurría, y se irguieron para admirar los rayos del sol y beber el agua de la lluvia que caía al cielo y, a cuentagotas, se depuraba hasta vestir un atuendo de cristal y despertar a la vida a arroyos dormidos, que se desperezaban al son de los caños de fábricas tragando veneno tras veneno hasta que, un día, la pureza del agua era tanta que los caños se extinguieron. Botellas desechables, recipientes plásticos de yogures, bolsas de supermercados, envoltorios variopintos de caramelos salían disparados cuales peces voladores para aterrizar en camiones de gran porte que los enjaulaban y llevaban lejos. En su lugar, aparecieron peces de escamas de mil colores y reptiles sigilosos y cuanto bicho acuático sintiera el antojo de bañarse en aquellas aguas al fin limpias. Aves acudieron al llamado de la tierra renaciente, primero unas pocas, prudentes y cautelosas, con los plumajes desteñidos, desgreñados, grises; luego, como por aviso, llegaron más, muchísimas más, su coro de cánticos a varias voces resonando por los aires a modo de sonata a varias voces, sus alas batiéndose atornasoladas, abanicos de plumas en revuelo despertando al viento de la modorra.
Y el viento se desentumeció, entre sorpresa y alivio, infló sus mejillas y empezó a inspirar, primero con todas las fuerzas de su temperamento vuelto a nacer, para luego ir destilando la violencia de su respiración poco a poco, y mientras inhalaba los huracanes, los tifones, las tormentas de su propia autoría, árboles caídos se incorporaban, tejas sueltas techaban casas de muros cuyos ladrillos se reunían dichosos unos sobre los otros, ciudades destruidas revivían tras la caricia del hálito del vendaval. Desiertos se sacudieron la arena de encima, y debajo atisbaron las primeras últimas hojas de la vegetación enterrada.
El rompecabezas de témpanos a la deriva uniendo esfuerzos, los glaciares, trágicamente extintos, renacieron en una suerte de helada Pascua de resurrección, y en crescendo se hicieron majestuosos e insondables, su fauna enigmática en expansión por un paraíso níveo. En otros rincones de la Tierra, el mar retrocedió avergonzado de aquellos terrenos que sus fauces hambrientas habían consumido sin permiso, retirando con meticulosidad sus olas salvajes para llevarlas a su lecho oceánico, dejando al descubierto playas espléndidas, bosques, prados y campos de cultivo que, poco a poco, estación por estación, se tiñeron de maíz, de trigo, de arroz. De los árboles frutales nacieron jugosas manzanas de mejillas rojas, pomelos panzones, cerezas, peras, a la par que en el suelo, que se volvía más fértil con cada minuto, retozaban papas rechonchas, mandiocas, cebollas regordetas y zanahorias.
Y de repente, los telones de basura esparcida por las praderas se corrieron para dar inicio a la grácil danza de las flores. El olor putrefacto de desechos vertidos al azar fue reemplazado por los versátiles aromas del azahar. Jazmines cuales blancas estrellas perfumaron el aire, rosas y tulipanes brotaron orgullosos, la flor de coco se espabiló curiosa, y a los pastizales se lanzaron incontables flores en tutús liláceos a una coreografía improvisada que llamó la atención de las abejas, las aladas aleladas hasta este momento, quienes acudieron volando con nueva energía, bailando un vals de zumbidos en la brisa estival, visitando a sus mejores amigas con sus nuevos atuendos de pétalos. El rumor repentino de las abejas laboriosas alcanzó al reino de las hormigas, refugiadas en sus castillos de arena bajo arena, quienes exploraron el viejo nuevo universo tan repleto de oportunidades allá afuera y enseguida se pusieron a trabajar con esmero cuasi militar. A la expedición se unieron subrepticiamente las arañas, los escorpiones, las cucarachas, las moscas, caracoles y saltamontes, cada quien marchando en la dirección que el instinto le demandaba.
Los rayos del sol acariciaron con un deje de satisfacción la reformación de este orbe, contemplando el movimiento alegre de plantas y animales, escudriñando si todos habían vuelto, cuando notó, un tanto ofuscado, que el hombre también había marcado presente. Pero las manecillas del reloj no se habían detenido aún. Las grandes ciudades del hombre empezaron a achicarse, los rascacielos se encogieron, las fábricas con sus chimeneas murieron de inanición como anteriormente había sucedido con tantas especies de animales en nombre de eso que llamaban vulgarmente “progreso”, los automóviles con su tóxica tos perruna se extinguieron, dejando a las anchas carreteras morir de sed hasta desaparecer.
La hierba avanzó primero con paso dubitativo, luego a paso firme sobre los restos fósiles de barrios lujosos, de las metrópolis de ladrillos, de salas de cine y shopping centers, antiguos templos del consumo. Con dedos verdes, los bosques recuperaron el terruño que habían dado por perdido, retomaron la batuta del concierto vegetal, y una vez tendida la alfombra del follaje sobre pisos de baldosas, también volvieron los animales, los pumas, los elefantes, las serpientes, las aves con su canto a capella, los insectos y las alimañas. El verdor otra vez virgen convocó a los arroyos y los ríos que, ahora que volvían a estar limpios, llegaron con fiereza y con sus peces traviesos, marcando su camino largamente olvidado entre valles y colinas, entre prados y tundras y estepas y jungla.
Cuando el último hombre borró su existencia de la cronología, la Tierra vibró de vida y el sol la miró con sosiego. Las manecillas del tiempo se detuvieron.
Quedaría por verse si la próxima vez el hombre se movería con un poco más de tacto a través de su historia.