Es un día de esos indecisos, indescifrables de diciembre, en los que un viento cálido causa revuelo entre las sonrojadas flores del chivato, las cuales van y vienen y terminan enfrascadas en un sublime minué anaranjado antes de estrellarse contra veredas y asfalto, chispas de color en un mar de grises, nubes grises que corren apuradas hasta amontonarse, edificios grises de paredes enmohecidas, roídas por el tiempo, la desidia y los materiales de construcción baratos, incluso el aire húmedo que se respira dificultosamente con ese deje estival de flor de coco parece gris en días como hoy.
A José el gris no le molesta, quizá porque él mismo es parte de ese gris, con su remera de color berenjena, pantalón buzo negro, los pies descalzos porque las zapatillas de goma donadas por algún alma con pena pasajera las usó hasta que se le partieron en pedazos varios. Tampoco eso le molesta al hombre, atento al vaivén de la marea automovilística, dictada por el semáforo déspota, así como está atento a María, su esposa, visiblemente a una pizca de dar a luz.
José no es de por acá, sino de por allá, de un pueblito poco conocido pasando Quyquyho; tampoco suele venir mucho a la capital porque, si es bien sincero, no cambiaría por nada el croar de las ranas al atardecer a orillas del arroyo y el canto de la cigarra, casi extinto en esta jungla de cemento y pantallas de luces led. Si hoy, precisamente hoy, días antes de las fiestas de fin de año se encuentra aquí, varado con su esposa embarazada y su Kenton desbaratada en el tráfico asunceno que lo puede sacar de quicio, bajo el calor abrumador de verano, es por una mera cuestión administrativa. Luego de tan sólo seis – o quizás más – años burocráticos, por fin podrá ampliar su humilde carpintería allá en su valle natal. Todo dependerá de un sello que, José tiene motivo para esperanzarse, hoy … – bue, para que detenernos en detalles fastidiosos de la cadena alimenticia de la función pública. Con esa esperanza, y no mucho más que ella, José y María atraviesan montados en la Kenton los mares de vehículos climatizados, enjambres de motocicletas, vendedores ambulantes de todo (desde cepillos dentales pasando por jabón en polvo con micropartículas desodorantes hasta zapatillas crocs falsificadas), yuyeras masticando naco, limpiavidrios y cuidacoches, niños en harapos pidiendo limosna, y aquí y allá algún tour ciclístico benéfico de alta alcurnia de fin de año, en cual unos pocos pedalean en atuendos Nike y sobre bicicletas con veinte cambios a través de la ciudad para reunir dinero destinado a unos muchos. José y María admiran extrañados estos espectáculos capitalinos.
De repente, la rítmica oscilación de verdes, amarillos y rojos es interrumpida, sacudida, por el bramar de una ambulancia que parte con su raudo paso las olas de vehículos con tenacidad cuasi bíblica. Y el semáforo autócrata teñido de escarlata no puede contra el golpe, la urgencia de la sirena.
Y como si la misma la hubiera despertado del asombro, María empieza a sentir la incomodidad que, supone, tiene que ver con la angelicalmente anunciada llegada de su bebé.
El calor de la tarde los sofoca, mientras José y María deciden buscar algún lugar en cual ella pueda descansar. Mal momento han elegido. El fin de año está a la vuelta de la esquina y el aguinaldo late seductor en los bolsillos de ricos y de pobres; tan sólo la cantidad de ceros distingue los unos de los otros. Entre calles saciadas de autos y transeúntes, con mucha dificultad la Kenton logra avanzar, entre los cuerpos sudorosos y macizos que empujan carretillas llenas de mandioca espolvoreada aún con tierra roja por el laberinto del mercado 4. Las ofertas maquilladas más para el ojo que para la contabilidad invitan a despilfarrar la alegría de culminar un año más con anuncios en colores chillones y villancicos a pila made in China. Rechonchas sandías y piñas jugosas se suman al panorama citadino en cada esquina. Puestos improvisados de venta de juegos pirotécnicos invaden ilegalmente las veredas, imposibilitando el paso, al igual que vendedores de esto y de lo otro que pregonan en un desafinado a capella sus mercaderías de última generación. En las vidrieras, las más y las menos chuchis, los arbolitos de plástico importado se doblan bajo el peso de globos de colores, guirnaldas de papel glacé, muñecos de nieve y renos claramente desubicados en tiempo y, sobre todo, espacio.
Con tanta algarabía debería ser fácil encontrar algún rincón para María que con cada instante recorrido siente con mayor urgencia la necesidad de una tregua. Lo cierto es que nadie se detiene. Todos corren, todos hablan sin escucharse, todos están absortos en sus pantallas portátiles, compartiendo fotos del chipá que acaban de comprar o una selfi con un agregado virtual de orejas de caniche. Nadie tiene tiempo y, mucho menos, espacio para José y María.
Se les ocurre preguntar a dos, tres, cuatro personas por alguna posada, algún hospedaje sencillo, pero nadie les presta atención, todos balbucean algo ininteligible y siguen su camino. Nadie los ve buscando con la mirada algún rostro amigo entre la multitud de caras desencajadas por el calor, el sopor, los gritos, el estrés, ese término anglosajón que en su sereno pueblito pasando Quyquyho no conocen.
En algún momento llegan a unos barrios mucho más lujosos, con árboles frondosos abrazándose por encima de calles más limpias, más ordenadas, de casas que se les antojan lo suficientemente grandes como para albergar a media ciudad. Quizás aquí tengan mayor fortuna.
El cielo ahora está cargado de nubes espesas arrastrándose a lo largo del horizonte, acompasadas por el grito de unos loros que sobrevuelan la ciudad, vehículos fastuosos arrancando con tos ronca, chismentos a viva voz bajo la sombra de florecillas rosadas de algún palo borracho, sorbos desde una bombilla cargada de tereré helado, risas de niños jugando a la pelota en la canchita del barrio, el llanto de un bebé despertado por el zumbido insistente de los mosquitos, los ritmos candentes emanados de alguna radio, los rezos en la capilla… Va a oscurecer y es imperioso encontrar cobijo.
Tocan puertas macizas, aquí, allá, pero detrás de todas les reciben únicamente palabras de desaliento, frías como esa incongruente nieve esponjosa de los adornos navideños que asoman detrás de los cristales esmerilados de los ventanales imponentes. En algunas contadas ocasiones al menos se encuentran con miradas de lástima, pero la lástima no se puede comer. Alguna que otra persona les convida sobras indescifrables de alguna cena pretérita, olvidándose de José y María al cerrar apenas la puerta frente a sus narices, porque llama el chat del WhatsApp, la consola de juegos, la pileteada con amigos, la partida de tenis transmitida por cable desde algún país tan inimaginablemente lejano como Turkmenistán. Nadie quiere recibir a una pareja de indigentes, nadie quiere hacerse responable de dos personas pobres precisamente en las fiestas, cuando hay tanto qué hacer, festivales a cuáles asistir, cenas de beneficencia con pavos rellenos, panes dulces con frutas llamados “panettones” para mayor deleite, y demás exquisiteces, reuniones familiares, las copas de sidra y clericó y champagne elevadas en dirección a donde suponen que se ubica geográficamente el Cielo.
José y María continúan su travesía, de un lado a otro. No hay lugar para ellos.
No hay lugar en los hogares porque todos están ocupados con sus propias existencias, con peleas por nimiedades, con el qué regalar a los hijos y sobrinos, con completar la agenda hasta el último minuto con actividades cuya importancia podría uno cuestionar, con dietas por un lado y novedosas recetas gourmet para las fiestas por el otro.
No hay lugar en la calle, todos corren y gritan y pregonan y empujan y venden y compran como si el mundo se fuera a acabar esta noche, y eso nadie lo quiere vivenciar sin su dosis de pancitos chip y vitel toné.
No hay lugar en los shoppings, en esos templos al consumismo, entre lujosas boutiques construidas a partir de material tan desechable como los antojos volátiles que las alimentan, entre promociones de productos completamente innecesarios y sorteos de fin de año, de los cuales uno puede participar canjeando los comprobantes de gastos millonarios para ganarse pasajes a playas del Caribe. Aquí, apenas abren la puerta de cristal pulido al paraíso del aire acondicionado, José y María levantan las sospechas en los uniformados, cuya misión es velar por el andar templado de los shoppinianos.
No hay lugar, nadie los ve, todos los ningunean.
Ya cayó la noche, y entre los nubarrones despiertan las primeras estrellas. José, desesperado pero simulando aún fuerzas para hacérsela más llevadera a María, guía a la Kenton hacia la Costanera. Quizás puedan acomodarse en algún banco de cara al río, quizás si se acurrucan en la arena todavía tibia del día caluroso….
Ya los últimos lomiteros y vendedores de jugos frutales cierran sus carritos móviles, la venta del día ha sido amena, cuando la pareja estaciona. Algunos la miran curiosos, los últimos deportistas que hacen de la costanera su pista de maratones los rozan.
Y es ahí cuando una mujer de dudosa labor los ve, y es la primera vez en todo el día que realmente alguien los registra con la mirada, y les ofrece un cuchitril – porque no es más que eso – a escasos metros del río, inserto en el barrio más menesteroso de toda la ciudad. No lo hace por tener el alma impoluta ni por esperar algo a cambio – sencillamente los ve.
Y es en ese cuchitril, con paredes de machimbre y algo parecido a un improvisado techo de planchas de zinc, que María da a luz a un bebé. La mujer de dudosa labor siente que por primera vez en su vida está jugando un papel importante, y conforta a María y al recién nacido con esa mezcla de instinto y amor que un primer llanto de bebé despierta en los humanos. Cuando la mujer lo limpia, lo envuelve en unos retazos de tela que encontró entre sus escasas pertenencias y lo alza en brazos, algo sucede en su interior; lo mira, al niño tan diminuto y a la vez tan grande, y él le devuelve la mirada con ojitos esplendentes, y ella sabe que ha nacido un rey. No. Un Rey en mayúsculas. El Altísimo está abajísimo.
Mientras ella arrulla al niño, sintiendo que su vida ha dado un giro esencialísimo, los últimos visitantes nocturnos de la Costanera, una colorida amalgama de recicladores de basura, chicas fit en pleno trote, algunos policías aburridos, y un grupo de niños que viven en chozas de madera en el Bajo, son sorprendidos muy de repente por una luz resplandeciente que aparece de la nada y parece flotar por encima de las turbias olas del río. Una de las chicas fit desconecta los auriculares y su Spotify porque le parece escuchar algo. Todos se quedan parados, pasmados, atónitos, un temor subrepticio abriéndose paso en su interior. Una voz (¿es una voz? ¿qué es? ¿de dónde sale?) les dice que ha nacido el Rey de Reyes, que ha llegado para traer paz al mundo, y que está en una piecita de machimbre que encontrarán yendo como para ir hacia la Catedral, pasando por la despensa de Ña Chela, siguiendo derecho hasta el bar, no, el otro, el que está frente al puestito de la quiniela, y ahí doblan a la derecha y van hasta el mango y.. ¿Saben qué?, suspira el ángel (cuya voz escuchan los atónitos) con tono ligeramente impaciente, mejor sigan a esa estrella luminosa que ven en el firmamento, la más brillante de todas, ella los va a guiar.
Y aunque siguen sin saber con certeza qué pasó, los recicladores de basura, las chicas fit, los policías y los niños, acompañados por la infaltable jauría callejera, van a buscar a su Redentor.
En eso, tres personajes más bien sombríos, conocidos como “los magos” (porque son ellos precisamente eso, expertos en hacer desaparecer lo ajeno, la billetera del transeúnte, el teléfono celular de quien tiene la poca sensatez de usarlo en plena calle), también notan la estrella extraordinaria, y una sensación de apremio los invade. Armados hasta los dientes que les quedan, emprenden el camino entre la curiosidad y el sobresalto.
Llegan al tugurio cuando la oscuridad de la noche es más espesa, el calor no ha menguado y se siente como hálitos de humedad al caminar entre los escombros, las casitas humildes y la basura esparcida por el camino. El astro los guía sorteando charcos de agua estancada y borrachos farfullando improperios, hasta encontrar al niño divino, durmiendo plácidamente en los brazos de su madre María. La mujer de dudosa labor, los recicladores de basura, las chicas fit, los policías y el grupo de niños están absortos, contemplándolo con luz y maravilla en sus ojos. Se les han sumado los perros callejeros de color gris musgo y miradas suplicantes, varios gatos de pelajes parados, algunas gallinas picoteando migas entre los pies de aquellos que vinieron para adorar a su Dios hecho niño.
Los magos doblan sus rodillas, invadidos por un golpe súbito de fe, una fe inmensa como nunca antes la habían sentido, y uno de ellos saca su arma y la deja a pies de la espontánea cuna de cartón, sabiendo que nunca más la empleará. Sus dos compinches lo imitan, y los tres se levantan livianos, embebidos por una oleada de misericordia. Son conscientes de que no merecen el amor y el perdón que los envuelven, que es obra única y exclusiva de la gracia de Aquel que vino a hacerse humano.
Y luego de una que otra ronda de tereré compartida, a uno de los convidados de Dios se le ocurre que no sólo este selecto grupito, sino toda la humanidad debe enterarse de lo que pasó aquí, y ¿qué mejor que volverlo tendencia en las redes sociales? Y es así como los magos empiezan a tuitear, facebookear e instagramear con sus incontables celulares robados (antes del milagro de esta noche, demás está decir) la buena nueva y la convierten en trending topic.
Hermoso