Hablan de progreso..

Hablan de progreso.

Y nos muestran a través de vidrieras esmeriladas el brillo fugaz del hedonismo vestido de moda. Las necesidades inventadas del siglo que nos toca vivir, o sufrir, de acuerdo al punto de vista, se exhiben en lujosas boutiques construidas a partir de material tan desechable como los antojos volátiles que las alimentan, a modo de un McDonald´s mental. Cada vez más resplandeciente, cada vez más super: más superficial, más superfluo. Y en los cristales pulidos (con el más nuevo líquido limpiacristales publicitado en las gigantes pantallas LED de última generación que de algún tiempo a esta parte invadieron subrepticiamente las esquinas de grandes avenidas de la ciudad) se reflejan los rostros de todos aquellos que se perdieron la invitación (impresa en crujientes billetes) a este contemporáneo estilo de vida, aquellos que, descalzos y en ropas recicladas, jamás podrán ingresar a uno de esos templos del consumo sin levantar sospechas de aquellos otros uniformados a quienes se les paga por sospechar, precisamente. [Estamos los (muchos) otros que nos ubicamos, sudor de la frente y una buena porción de suerte aleatoria de por medio, en algún punto poco preciso entre ambos lados de las vidrieras, los que no pasamos hambre (a no ser que sea en beneficio del bikini) pero consideramos un lujo (?) inalcanzable (o innecesario) un calzado deportivo con cinco suelas y dispensador de talco pédico incorporado (nuevamente apreciable en las megapantallas, esas estratégicamente ubicadas allí donde el aburrimiento del conductor de automóvil lo obliga a mirar para distraer la vista del embotellamiento cotidiano)].

Hablan de progreso, y exhiben orgullosos viaductos (ansiados larga y extensamente, por cierto) y demás bendiciones para remediar ese cáncer en el cual se ha convertido el tráfico, palabra contra la cual la mayoría de los asuncenos hemos desarrollado una alergia incurable en los últimos años. Y sin dejar de aplaudir que sean posibles tales maravillas hechas de cemento e impuestos (cuando no se extravían, sagaces, hacia bolsillos privados), unx pasea la vista y/o los neumáticos por otros tramos de pavimento del país y no puede evitar una ligera sensación de asombro mientras atraviesa con suma precaución baches de dimensiones cuasi apocalípticas sembrados por doquier, rutas principales surcadas por venas de asfalto abiertas en tajo y calles sencillamente inexistentes. Nos venden milagros urbanos recién bruñidos a la par que nos abandonan a nuestra suerte dando la extremaunción a los amortiguadores de nuestros vehículos, rezando para que el magro sueldo nos alcance para pagar, una vez más, el taller, siempre y cuando el próximo raudal no se lleve a nuestro autito. Siempre está la opción del transporte público, dicen algunos con ingenuidad, provocando ataques de risa en aquellos que la perdieron, ya que los disparatados servicios de transporte con cuales contamos hasta el momento no pueden tomarse con seriedad. Menos risa debería causarnos el hecho de que tantas personas a nuestro alrededor no pueden costear siquiera el viaje placentero en uno de los colectivos del pasado, y ni sueñan con pisar uno de nueva generación.

Hablan de progreso en un país enfermo hasta la médula, con problemas de salud variopintos como infecciones del tracto asegurado, intolerancia a la pobreza y déficit de insumos. El país sufre de fibromialgia, le duele absolutamente todo. Que una mujer embarazada de 7 meses pierda a su bebé por un desprendimiento de placenta puede suceder en cualquier rincón del mundo; pero que en tales condiciones la manden, porque el anestesista está de vacaciones (lo cual es derecho del anestesista y problema del sistema que lo debe reemplazar debidamente), del centro de salud a una localidad lejana, para lo cual debe realizar un viaje accidentado en ambulancia, quedando ésta en llanta en algún punto, debiendo luego subir a una lancha (sí, lancha), debido a que el intento de ruta está inundado por fuertes lluvias, tras lo cual la trasladan en todo tipo de medio de transporte, tardando un total de quince (15) horas en llegar al hospital indicado, en el cual la operan y dejan sin posibilidades de volver a concebir un hijo en su vida, ESO puede pasar sola y exclusivamente por estos lares, pareciera más bien una sátira mal contada si no hubiera estado impreso en el periódico. Y es ésta una de las historias más pintorescas, nada más, en lo que va el año, más apta para el circo mediático que la cotidianeidad de pacientes vagandos desamparados por los pasillos de hospitales públicos y la magia que el personal de blanco hace día a día para atenderlos con las manos vacías. El grito de auxilio de nuestro sistema de salud pública es escandaloso, pero si somos incapaces de combatir a un pequeño mosquito que, epidemia tras epidemia, nos atormenta, ¿cómo podríamos tratar esta herida (de)sangrante?

Hablan de progreso, y los que más “progresan” son los delicuentes. Tanto los grandes, sentados en cómodos sillones del Congreso de la Nación, en cuales apenas caben de tantos bocaditos de oro consumidos en sesiones extraordinarias, como los pequeños, a los que la vida y el estado no le regalaron absolutamente nada, y de tanta nada hacen con brutalidad creciente lo único que aprendieron. No es progreso cuando tenés que, otra vez sueldito diezmado mediante, encercar tu casa al más puro estilo Alcatraz para que no te la vacíen, cuando no podés caminar despreocupado por las calles de tu barrio, cuando tenés que enseñar a tus hijos a desconfiar de todos los extraños y no pueden jugar ya en las veredas.

Hablan de progreso, y no se toman la molestia de explicar a Juan Pueblo el significado de tal vocablo. Nos ciegan con telenovelas centroamericanas y programas televisivos de cuarta categoría, nos atontan con gigantografías de hamburguesas XXXL y de automóviles (que, por razones enigmáticas, algo tienen que ver, aparentemente, con mujeres esbeltas y rubias), nos ensordecen con ritmos importados de contenido hipersexualizado, y nosotros mismos nos mediatizamos de tal manera que consumimos sin mucho criterio lo que nos ofrecen y ni siquiera nos enteramos. Nos exigimos ser cada vez más delgados, más fit, más trending, más seguidos en Twitter.. y más dependientes. Dependientes del qué dirán, del mainstream, de lo viral, del ñembo todopoderoso wifi y, sobre todo quizás, de los bocados de información que nos llegan. Nos alimentamos de cualesquiera paparruchadas que logran abrirse camino a nuestro feed, insertos en aquel mundo virtual que nos bombardea con lo falso y lo verdadero por igual, con basura digital y valiosas joyas científicas en estéreo. El acceso a absolutamente todo lo intelectualmente asequible allá afuera, herramienta poderosa en manos instruidas, pero letal en las manos callosas de nuestro pueblo históricamente atormentado por sus múltiples verdugos y su propia tendencia masoquista a la hora de depositar votos y confianza, despistado por las tantas idas y vueltas de gobiernos incapaces y/o desinteresados en materia de educación, olvidado bajo escombros de escuelas de techos derrumbados, famélico como los niños sin merienda escolar, vacío como las (escasas) bibliotecas, distraído por todo el fastfood mental que le es inoculado sin filtrado previo a través de pantallas. Y si fuese “tan sólo” una cuestión de estrato socioeconómico, cuán diferente sería la cantaleta, bah, cantaleta no, himno de la alegría; no obstante, observaciones de campo refutan tal teoría y deducen que, el ticket de entrada a una educación privada y pagada en jugosas cuotas [por padres que a) heredaron una fortuna, o b) vendieron cuerpo y alma a un puesto de trabajo importante (que no les permitirá ya conocer a fondo a los niños cuyas cuotas de colegio están pagando)] no es, lamentablemente, sinónimo de una mejor formación. Que un/a niño/a acceda a una formación bilingüe (horario continuado hasta la tarde), anexo clases de cello + clases de arameo antiguo + clases de yoga avanzada + clases de equitación + club de ajedrez no equivale en absoluto a un grado de razonamiento mínimo para la adquisición de lo que común y silvestremente se llama “cultura general”, si el sistema base de la educación es un fracaso. Un fracaso reformado varias veces, debe aclararse. Así, como están las cosas, los niños, nuestros hijos (!!), no aprenden a aprender. La forma de aprendizaje que manejan les impide aprender a pensar. Somos una nación basada en unos cuantos millones de habitantes (de generación en generación se suman exponencialmente unos cuantos millones más, en gran parte debido a la total ausencia de una educación sexual adecuada por motivos varios, los cuales se merecen un escrito aparte). Y con unos cuantos millones de habitantes que nunca han aprendido a pensar, estamos sencillamente fregados.

Así que, cuando hablen de progreso, no basta con el espejismo de edificios rimbombantes y el Masterchef Paraguay. Hagamos nosotros nuestra parte de ciudadanos disciplinados, exijamos a autoridades de turno que hagan su trabajo: Que construyan carreteras, que combatan la delincuencia en todos los sedimentos, que curen el sistema de salud pública, que den oportunidades a los que no las tienen, que abran museos, laboratorios, que le den pelota al arte, y, sobre todo, que revolucionen el sistema educativo, y ahí podremos hablar de progreso. Ojalá.

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